50 tonos de blanco
La primera vez
que vi la nieve tenía cinco años. No lo recuerdo, pero está grabado en video.
Así que lo he visto decenas de veces. Docenas incluso. Salgo bajando del coche,
con una sonrisa que me daba dos vueltas y media a la cara, abrigado desde la
cabeza hasta lo que vendrían a ser los minúsculos pies de niño pequeño que
gastaba por aquel entonces. Saltando. Corriendo sin control, persiguiendo la
nieve, que al estar quieta no era un rival difícil. Abrazándola. Amándola.
Comiéndola. Pisoteando la estúpida nieve que tanto quemaba en la boca. Estúpida
y helada nieve. Dios, como la odié. Al llegar a casa, esperé a tener 16 años
para que mi madre me dejara usar sin la supervisión de un adulto los fogones de
la cocina, calenté agua, abrí el congelador y derretí a esa estúpida, estúpida
nieve casera.
Así que como
podéis imaginar, cuando me desperté con una resaca terrible tumbado en un
trineo tirado por perros, gracia, lo que se dice gracia, no me hizo. A ver,
reír me reí, pero eso es porque yo soy de naturaleza alegre. También tosí, pero
porque el aire era muy frío. No soy de naturaleza tosedora. Estoy hecho un
toro. Físicamente soy un animal. Uno de los buenos, no una lagartija o un
perro-patada de esos.
Esta vez sí que
estaba solo. El trineo era pequeño. Rebusqué durante segundos pero no había ni
rastro de Pepe o Paco. Supuse que no estaba ya en Groenlandia, porque yo de
geografía voy justito, pero sé que es una isla. Y por ahí no se veía el mar por
ningún lado. Solo hielo y nieve. Horizontes y más horizontes se sucedían al
ritmo que marcaban los perretes. Ay los perretes, como me gustan los jodíos.
De repente, a lo
lejos, vislumbré más nieve. Y más. Y más. Y un pueblo. Un pueblo esquimal, con
sus iglús y sus gentes esquimales. Me acogieron como a un igual. Quizás fuera
por los coloretes que aun asomaban en mi cara del alcohol de la noche anterior.
Que, ojo ahí, no recordaba nada, como es habitual. Pero beber, amigos, había
bebido. El que supuse que era el jefe de la tribu se acercó a mí. Como yo no
hablo esquimalí y el no hablaba idioma de persona normal, no entendí lo que me
decía. Así que me puse a pensar en mis cosas. Normalmente mis cosas son
gilipolleces, como qué voy a cenar o qué echan por la tele. Pero estaba en
medio de ninguna parte, allá donde a Cristo se le encogieron los cataplines por
el frío polar, así que tenía cosas más importantes en las que pensar. Como por
qué estaba allí, o a dónde ir después. Por suerte, esa misma noche, en el
sorprendentemente cálido interior de un iglú, me descubrí dos nuevos tatuajes
que me serían de gran ayuda para encontrar mi camino.
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